En el podio de los Parras, después de la Violetita a quien no ha nacido todavía ninguno que la haga sombra, el segundo lugar se lo doy muy convencido a Roberto que vivió la mayor parte de su vida apocado ante la fama de sus hermanos mayores. A fines de los ochenta le decía a todos, orgulloso de la sangre que le corría en las venas, que era hermano de Violeta y de Nicanor a cualquiera que le comprara una guitarra. Eso hasta que Andrés Pérez se decidió a montar su obra La negra Ester, hasta que el grupo Los Tres grabo algunas de las cuecas del Tío Roberto que estaban sonando en el alma de tantos de nosotros desde que las había grabado el mismísimo Roberto Parra acompañado por su sobrino Ángel Parra. Pero resulta que no sólo cuecas tenía grabadas este muchacho que le hacía a todo (lo mismo levantaba una casa que inventaba el jazz huachaca) había un talento ahí, natural de la familia, para que vamos a andar con cuestiones.
El talento de Roberto Parra fue siempre un patrimonio de quienes frecuentaron los bares y picadas donde no da vergüenza escuchar boleros y llorar por una mujer, un arte que tan popular, tuvo su momento de fama cuando toda una generación de jovencitos ávidos de encontrar sus verdaderas raíces lo adoptaron como si fuera el Tío de todos ellos y ellas. Por supuesto se hicieron documentales, reportajes y un cuánto hay, después de todo y nada, este Parra no resultaba tan peligroso como su hermana Violeta y resultó ser bastante más accesible que su hermano Nicanor. Se publicaron sus decimas más importantes, algunos versos y algunas de sus grabaciones por aquí o por allá, pero un reconocimiento así, en grande...todavía no. No pocos hay que le sacaran brillo a su nombre ahora que cumpliría cien años, y ojalá que les vaya bien porque el arte de este hermano menor, en no pocos aspectos es un arte mayor.
Roberto Parra es la encarnación de tanto viejo chicha que nos enseño a sobrevivir, una inspiración difícil antes de hacerse conocido y un baluarte una vez que los medios repararon en su existencia. A no pocos como él los conocimos una tarde cualquiera y nos quedamos conversando largo rato, compartimos un cuartito (no siempre alcanza para más), una pichanga. Compartimos alguna canción de esas que nos explican mucho mejor que cualquier discurso elaborado. Contemplamos el atardecer como una metáfora porfiada de lo que ha sido nuestra vida y nos damos cuenta de que no pocas veces fuimos nosotros mismos los que no aprovechamos cuando pudimos, los que nunca aprendimos a hacer las cosas como se supone se tienen que hacer y no obstante nos reímos, nos reímos de nosotros mismos comprendiendo que las penas y las alegrías que lloramos o celebramos se van, se van muy pronto. Lo que queda es aquello que porfiadamente fuimos, lo que fuimos y lo que seremos en aquellos que nos recuerden muchos años después de que nosotros hayamos pasado por aquí.
Comentarios
Publicar un comentario