En donde había una pequeña vitrina desde la que nos miraba una pequeña
virgen de loza que nos recordaba que, en aquel punto exacto, el libertador de nuestro
pequeño pueblo le había hecho la solemne promesa a la virgen del Carmen;
Patrona del ejército, de levantarle un templo, si es que la larga campaña de
independencia culminaba a favor de los nuestros, hay ahora una mega carretera.
Una rotonda que a pesar de lo rebuscada nos conduce a todas partes...aunque no
siempre hacía delante. La carretera se eleva sobre las cabezas de quienes
todavía caminan, de quienes esperando algo mejor se quedaron mucho más tiempo
del esperado a la orilla del camino. Bajo un puente que une el pasado con el
presente se levantó un mundo en donde ya no solo los indigentes simularon su
abrigo. Allí viven niños jugando con sus animales, canjeando sus escasas
moneditas por caramelos en los almacenes que brotaron en los no siempre
pavimentados pasajes de las casas prefabricadas que fueron conformándose a la
vez que se constituían como una villa miseria que no le pertenece a nadie. Dice
el alcalde de turno que aquellos terrenos tienen otros dueños y que tarde o
temprano será erradicada tanta necesidad que opaca el progreso de este pueblo
chico que poco a poco ve caer sus fronteras.
Las rotondas, las autopistas y los enormes centros comerciales parecen ser el rumbo que señala el progreso. No del todo avergonzados descubrimos que vivíamos dentro de una burbuja, que nos habían levantado muros infranqueables para aquellos que creían que estos valles no tenían potreros. No pocas generaciones crecieron mirándose el ombligo sin saber, ver o escuchar a otros y otras que tarde o temprano tendrían que llegar. Llegaron entonces atiborrados de hijos y de hijas que ven el cielo, la nieve y la sangre con matices muy distintos a la manera en que lo habían visto nuestros propios hijos. No pocos se habían negado a ver la pobreza que decanta en delincuencia, los éxodos que fueron y que serán donde los desterrados poco a poco comenzaron a votar las fronteras. Acostumbrábamos a fijar la mirada lejos, muy lejos de nuestros vecinos, no imaginamos nunca que justo a nuestro lado poco a poco nos iríamos con ellos amalgamando. Y es que nunca fuimos tanto lo que debimos ser como ahora que somos esta mezcla de olores y colores que nos definen.
Ahora es tiempo de contarnos nuestras propias Historias. De ponernos al día de aquellas ficciones que antaño nos dividían. Qué otra cosa se puede hacer cuando comenzamos a vivir al fin todos juntos. Mirarnos sin los argumentos que otros para nosotros escribieron, aprender a ser desde el resentimiento que tan bien nos define, a nosotros y a quienes vienen desde el otro lado de las fronteras. Nos miran y los miramos con desconfianza y es que es tan poco lo que aún nos conocemos, pero ya no están aquellas paredes que hasta ayer nos impedían conocernos, ya queda poco de aquellas ideas erradas que nos hacían pensar en la superioridad económica o social de tribus que no llegaran nunca a ser de verdad como las cosmopolitas urbes que les conquistaron no solo la fe, sino que también la identidad común, el sentido de pertenencia que casi recién nacido los arropa y nos arropa a nosotros que poco a poco vemos a los recién llegados como una parte importante que no conocíamos de nosotros mismos.
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