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Víctor
Jara, el cantor que habían matado los militares, había escrito y cantado muchas
más canciones que el cigarro y aunque sus canciones estaban prohibidas por la
dictadura en que me tocó crecer, de todos modos, las pude escuchar. Sus
canciones y su música eran porfiadamente compartidas por aquel mismo pueblo al
que él le cantó. La letra de sus canciones tenía el mismo o tal vez mayor valor
que cuando habían sido cantadas por primera vez. Había en mi infancia un casete
pirata que vi volar libre de mano en mano. Vi cómo era que esas canciones
alegraban a aquellos que parecía que ya no reirían nunca más (La beata, Ni
chicha ni limoná), oí como es que volvían a creer aquellos a quienes les
aplastaron las esperanzas (El arado, Plegaria a un labrador), estuve presente
cuando aquella música mantenía más unidos que nunca a quienes hoy es tan fácil
separar.
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Los maltratados por años más antiguos se
quedaban largo rato oyendo al tango que es macho. Pude ver más de alguna vez
lágrimas en los ojos de hombres poco o nada habituados a mostrar sus emociones
por culpa de aquellos tangos. El tango solía ser tan trágico como sabio, era ya
por entonces tan antiguo como antiguos eran esos hombres que fumaban sentados
tras extenuantes jornadas de trabajo. El tango era emotivo como emotiva es la
añoranza de otros tiempos donde todavía
vivía la vieja, los hombres eran más hombres y las mujeres más mujeres.
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Antonio Aguilar era entre los cantantes de rancheras mexicanas el que más personas escuchaban. Eran muchas sus interpretaciones conocidas pues de alguna forma él sabía cómo hacerlas cercanas. Era mexicano de verdad (esto lo aclaro porque muchos y muchas de las rancheras que se escuchaban en las poblaciones por aquella época eran interpretada por chilenos o chilenas) y sus corridos sobre caballos famosos eran escuchados con la misma naturalidad en los pueblos del sur del país, donde los caballos seguían siendo compañeros en las labores diarias, que en la zona central repleta aún de poblaciones donde los caballos tiraban de carretones cargados de fierros, mesones, frutas y verduras a las ferias.
Las canciones de amor y de desamor de
Antonio Aguilar también eran muy cantadas en las calles; antes de saber quién
era quien la cantaba yo andaba tarareando aquello de quien te araño los cachetes o sonaron
cuatro balazos. Nada que decir, la música trágica que al igual que el tango
funcionaba como bálsamo para tantas penas grandes que eran por entonces tanto
para adultos como para niños por igual.
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