Una rápida mirada al pasado nos revelará que quienes tomaron las decisiones siempre fueron otros. En modo alguno los parroquianos de las chinganas, ni los mineros con sus mujeres, tampoco la inconsciente chusma que vitoreaba a Alessandri, tal vez un poco los ilusionados a la vez que sorprendidos partidarios de la Unidad Popular que anduvo cerca pero el país, a lo largo de su historia, no ha sido todavía capaz de prescindir de aquellos que saben más.
Es por todos sabido que hay quienes se educan para mandar y quienes son educados para obedecer. Para ser sinceros, muy pocos son los que se educan para pensar. Calcular tal vez, sacar cuentas e interpretar estadísticas, administrar el presupuesto nacional y mantener al país en orden para hacerlo atractivo a las inversiones extranjeras. He allí la importancia de los expertos, ese grupo privilegiado que no siempre provino de la aristocracia pero que en su seno acoge a cualquiera que condicione sus ideas, por incendiarias que sean, a la ley del mercado.
Desde las salas de clase es posible testimoniar aquella falta de autoestima, esa comodidad de atribuirle a unos pocos y unas pocas el liderazgo basado en las buenas notas o la facilidad de palabras. Ya en las salas de clase son muchos los que callan y pocos los que producen buenas tareas o discursos que desestabilizan aquel orden prusiano que es la cuna de las sociedades occidentales. No necesariamente me refiero a las escuelas públicas, los colegios de fundaciones e incluso pagados no hacen otra cosa que ensayar una dinámica social de agresividad que será validada durante la vida adulta de los futuros y futuras ciudadanas de la república.
La vida laboral no es mucho lo que cambia. Una permanente competencia con respecto a quién produce más, la pública rivalidad entre aquellos que hablan en relación a quienes callan públicamente y se desahogan en los pasillos. Liderazgos flexibilizados porque ya no son tiempos para pirámides sociales ni para vivir desconectados de la realidad que es, como nunca, políticamente correcta. Los expertos son los que se capacitan, aquellos y aquellas que la nueva realidad certifica mejores que los otros. Siempre fue así y lo seguirá siendo. Nunca fue fácil entender que las personas tenemos la posibilidad de ser reconocidos mucho más allá de nuestros cargos o nuestras funciones en una sociedad que es veleidosa en muchos de sus aspectos más establecidos.
La historia patria nos dice que hay quienes deben pensar por el bien de la nación o del Estado dependiendo del momento histórico que se esté viviendo. Las grandes reformas han fracasado por culpa de aquella ignorancia tan arraigada en las mayorías que sólo logran ver los errores en los otros, muy cómodo es tener a quien culpar de lo que no funciona y un arduo trabajo el estudiar con el único fin de comprender mejor las dinámicas sociales que son cíclicas como cíclica es la historia de la humanidad. Por alguna razón, en no pocos momentos de la Historia, aquellas personas que forman parte de las clases trabajadoras han pretendido despertar de lo que creen es un sueño. La predominancia de las clases superiores, aquellas que desde las primeras civilizaciones han determinado lo que se debe hacer y en lo que se debe creer, son la vigilia y el pueblo despierto es el sueño eterno de quienes aún no saben cómo entender que hay expertos y expertas que conocen la alquimia que les otorga estabilidad y grandes ganancias a unos pocos a la vez que pan y circo a otros muchos.
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